fugaces amores eternos

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miércoles, 26 de enero de 2011

niña, las heridas se curan mejor al aire...

Simplemente deambulo por una calle desconocida, dejo pasar el tiempo y mis pasos se dirigen sin  rumbo predeterminado. Los rostros de las personas con las me cruzo no me atraen lo suficiente como para reparar en ellos y, mucho menos, tratar de adivinar los miedos y  anhelos que esconden sus miradas. En ésta ocasión, el juego no me resulta suficientemente motivador ni  divertido. En algún momento indeterminado algo al otro lado de un escaparate capta mi atención, rescatándome del ensimismamiento. Traspaso la puerta de entrada y me descubro inmersa en un universo de cacharros viejos y desordenados; un hombre de cierta edad, casi  anciano, parece estar esperándome. Juntos empezamos a poner algo de orden en aquel galimatías de lámparas inservibles, vajillas incompletas y mucho, mucho polvo... un polvo finísimo, que deja entrever los restos de aquello que un día fué bello y útil para alguien. 
Recuerdo, ahora, que en ningún momento sale una sóla palabra de nuestros labios, simplemente nuestra nítida y reveladora comunicación se desarrolla en un plano superior... y ambos sabemos perfectamente, en todo momento,  cuál es nuestra tarea.
Una vez terminado el trabajo,  siento que debo partir... que estoy lejos de casa, dónde los míos me esperan también. Desconozco el camino de vuelta y el señor de cierta edad, casi anciano, me tiende su mano y se presta a acompañarme de regreso.

Ahora vamos en un coche; me siento bien, confío en mis dos acompañantes. Él conduce mientras habla animadamente sobre su vida actual, su mujer, sus tres hijos y su gato. Yo me siento en paz. El señor mayor, casi anciano, simplemente asiste a la escena como mero espectador. Llegamos a un lugar desierto, el camino acaba aquí, a partir de ahora debo continuar sóla...recuerdo que mi hija me espera. Abrazo al señor mayor, casi anciano, y siento un profundo agradecimiento. Sin embargo él , se resiste cuando trato de abrazarlo en un gesto de despedida definitiva... ante mi insistencia, él finalmente se sostiene en ese abrazo, lo acepta sinceramente... mientras me separo de su cuerpo y abandono sus brazos, miro a ambos y con absoluta serenidad y lucidez pronuncio una frase que lo resume todo: "ahora todo está bien"... y sigo mi camino.

Despierto con una agradable sensación de haber reparado algo de suma importancia y recuerdo las palabras de Ana: "mi madre, de chica, siempre me decía:  niña, las heridas  se curan mejor al aire...".  Recuerdo también  una de sus sabias sugerencias: en lugar de guardar las cosas en cajas herméticas y aparentemente inocentes, ¿porqué no inaugurar una etapa de puertas y ventanas abiertas?. Y de pronto caigo en la cuenta de la sabiduría y del poder sanador que encierran esas frases, aparentemente inocentes, que utilizamos cotidianamente  y que pasan de generación en generación, formando parte de nuestro legado familiar. Intuyo que, de alguna manera, en ese proceso de "airear las heridas para sanarlas" vamos tomando consciencia de nuestro ser, de todo nuestro potencial, también de nuestras zonas más oscuras, esas que sólo podrán ser iluminadas si nos reconocemos en ellas y las tratamos con la misma naturalidad y actitud de aceptación con que reconocemos nuestras capacidades... y pienso que, en definitiva, esta sencilla frase nos está invitando al crecimiento espiritual y personal, por lo que implica de autoconocimiento, de aceptación de uno mismo y -por extensión-  de los demás y de búsqueda o restablecimiento del estado de equilibrio emocional  que nos permitan continuar evolucionando y mejorando en todos los ámbitos (familiar, personal, laboral, de pareja...). Así que, en lo sucesivo, continuaré persuadiendo a mi hija  de que cuantas menos tiritas y vendajes, por doloroso e incomprensible que le parezca, mucho mejor... las heridas, al aire, sanan mejor...